miércoles, 27 de agosto de 2008

"EL CULTO A LA VIRGEN" III

LAS FIESTAS DE LA VIRGEN

Como fiestas de la Virgen celebramos la Natividad de la Virgen María el 8 de septiembre (fecha de comienzo del año litúrgico en la liturgia bizantina) y la Visitación (el 31 de mayo). Ambos son acontecimientos en la vida de la Virgen que la Iglesia celebra como fiestas.


La Natividad de la Virgen es una fiesta procedente de Oriente que celebramos el 8 de septiembre y que va unida a la dedicación de la iglesia de la Natividad de María en Jerusalén remontándose su antigüedad en Roma al menos al S. VII. La MC dice que esta fiesta celebra "esperanza para todo el mundo y aurora de salvación" (MC 7).

Sólo celebramos el nacimiento de dos santos: la Virgen y San Juan Bautista, ambos estrechamente relacionados con Cristo. Ese día de la Natividad es la aurora, así como la Asunción es el triunfo final. La Iglesia ve en el nacimiento de la Virgen el comienzo de la salvación universal. Esta fecha del 8 de septiembre fue la que condicionó la de la Inmaculada, nueve meses antes ya que nueve meses antes de su Natividad sería su Concepción Inmaculada.


La Visitación de la Virgen María que celebramos el 31 de mayo tiene su justificación en el Evangelio de Lucas (Lc 1, 39-56). Como fiesta fue instituida por Urbano VI en 1389 pero ya era celebrada por los franciscanos el 2 de julio desde el año 1263. Se ha colocado antes de la solemnidad del nacimiento del Bautista por razones lógicas, desplazando la memoria de María Reina al 22 de agosto.

La MC dice de esta fiesta que "la liturgia recuerda a la Santísima Virgen que, llevando en su seno al Hijo, va a casa de Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de Dios Salvador" (MC 7). María aparece como portadora de Cristo. La actitud de alegría y alabanza hace exclamar a María su canto del Magnificat.


lunes, 18 de agosto de 2008

"CLASES DE CULTO"

La Iglesia católica distingue claramente tres clases de cultos: el de LATRÍA o de adoración, el de DULÍA o de veneración, y el de HIPERDULÍA (veneración llevada al extremo).


El culto de latría (adoración) es exclusivo de Dios. Sólo Dios puede ser adorado y sólo Cristo, Dios hecho hombre, es el Salvador. El mismo Cristo nos lo dijo: "Adorarás al Señor tu Dios y sólo a El darás culto" .

El culto de latría al Santísimo Sacramento tiene un hito importante al instituirse la fiesta del Corpus Christi por Urbano IV, habiendo la Iglesia previamente impuesto la obligación, por decisión del IV Concilio de Letrán en 1215 de confesar y comulgar al menos una vez al año, en tiempo Pascual. Ya en el año 1508, al crearse por Doña Teresa Enríquez de Alvarado (llamada por Julio II la loca del Sacramento) la primera hermandad sacramental en el templo romano de san Lorenzo in Dámaso para dar culto al Santísimo y llevar el Viático a los enfermos y moribundos se extendió rápidamente este tipo de Hermandades, y el culto al Santísimo se generalizó.



En rigor, se puede afirmar que esta piadosa dama es la fundadora de todas las Sacramentales, ya que el Papa Julio II le concedió por Bula el privilegio de fundar estas Hermandades por toda la Cristiandad.


El culto de dulía (veneración) es el propio debido a los santos, personas que por su probada heroicidad en el ejercicio de las virtudes cristianas la Iglesia nos los pone como ejemplo a seguir subiéndolos a los altares. Al patriarca bendito san José se le considera el primero de los santos, dedicándosele un culto de protodulía. San José es proclamado patrono universal de la Iglesia por Pío IX en 1870. Sin duda que en los orígenes del culto a los santos está la influencia profunda y ejemplar de los mártires. De ellos celebramos su dies natalis, o sea, el día en que nacen para la eternidad, día de su martirio. Muy pronto (desde el S. IV), el catálogo de los mártires se va incrementando y sus aniversarios se van celebrando para recordarles y celebrar la Eucaristía. A partir del S. V se componen los primeros martirologios, que son unas relaciones de los santos. El primero conocido es el llamado jeronimiano, posterior al año 431. Las reliquias de los santos empiezan a ser veneradas y se construyen templos en los lugares donde sufrieron martirio así como se instaura la costumbre de colocar sus reliquias debajo del altar. Más adelante se suman los confesores, las vírgenes, los monjes y las personas que el pueblo, por aclamación, consideran santos. No es hasta el año 993 en que es canonizado el primer santo por el papa Juan XV (se trata de san Ulrico, Obispo de Augsburgo) iniciándose desde entonces una centralización vaticana en este asunto que culmina cuando Sixto V crea en 1588 la Congregación de Ritos.

Pablo VI dividió la Congregación de Ritos en dos: la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Sagrada Constitución para la causa de los Santos, que tiene a su cargo actualmente los expedientes para las beatificaciones y canonizaciones. No obstante, también hoy en día el pueblo sigue dando aureola de santidad a personas a las que considera santas, como puede tratarse del papa Juan XXIII, de fray Leopoldo de Alpandeire o de la madre Teresa de Calcuta adelantándose así a los procesos canónicos.

Las celebraciones de santos que la Iglesia considera como muy importantes son la de san José, ya citada, la del Bautista, la de Todos los Santos (solemnidad al igual que la anterior) y la de los Apóstoles Pedro y Pablo, por ser la base del fundamento apostólico de nuestra fe. La celebración de san José Obrero ha quedado como memoria libre para las asociaciones cristianas de trabajadores.


Hoy en día, y aunque "la teología progresista sea reticente a la veneración de los santos porque distrae la adoración a Dios" (Carlos Ros: Santos del Pueblo) vivimos en una época de cierto ascenso en el culto a los santos, que tuvo su cenit en la Edad Media, sin lugar a dudas. El Vaticano II determinó, en lo referente al culto a los santos, lo siguiente: “ Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre las fiestas que conmemoran los misterios propios de la salvación, debe dejarse la celebración de muchas de éstas a las Iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiéndose a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerdan a santos de importancia realmente universal”(SC.111).

Para seleccionar a estos santos de importancia universal se han tenido en cuenta a los Doctores de la Iglesia, a Pontífices romanos, Mártires romanos y no romanos y a santos no mártires.


El Martirologio Romano es donde se hallan catalogados todos los santos que la Iglesia reconoce. El nuevo Calendario universal de la Iglesia ha quedado reducido a 158 santos, de los cuales 63 tienen memoria obligatoria y 95 memoria libre.

Cierto es que, antes de la reforma litúrgica, el número de fiestas de los santos era excesiva y distraía en cierto modo a los fieles de la celebración del misterio pascual.

Hay que aclarar que lo anterior no quiere decir que sólo existan ese números de santos ni mucho menos pero sí que el Calendario Universal sólo recoge aquellos santos de importancia universal dejando el resto a las iglesias particulares.




El culto de hiperdulía es exclusivo de la Virgen María y nace como una necesidad de poner el culto a la Santísima Virgen en un lugar privilegiado, por encima del debido a los santos y al límite de la adoración, pero sin llegar a la latría. Como ya vimos, el Concilio de Éfeso marca una línea clave en el antes y el después en el desarrollo del culto mariano. Fue el Pontífice Pablo VI quien, en la Marialis Cultus ha reformado las fiestas dedicadas a la Virgen pasando a considerar como fiestas del Señor tanto la Anunciación como la Presentación (Candelaria), mudando en cambio la fiesta de la Circuncisión del Señor en la de la Maternidad divina de María y suprimiendo algunas memorias menores o devocionales.

Esta reforma de Pablo VI (que fue tachada de "antimariana" por sectores conservadores) y el enriquecimiento que supone la nueva colección de las Misas de Santa María Virgen (Decreto de 15 de agosto de 1986) con su correspondiente leccionario de 1987 que contiene hasta 46 formularios de misas podemos considerarlo como la aportación de un Papa mariano por excelencia como fue Juan Pablo II, que deja el culto a la Virgen en la actualidad perfectamente establecido y en su justo lugar.